Marcel Giró
Prensa
Un paraíso visual
El Punt Avui.
Eva Vàzquez
La Fundación Vila Casas enlaza las vidas de los fotógrafos Marcel Giró i Palmira Puig en una exposición que maravilla por la complicidad y la elegancia de su mirada
Toni Ricart Giró, sobrino de Marcel Giró (Badalona, 1913-Mira-sol, Barcelona, 2011) y depositario de su fabuloso archivo fotográfico, explica que, a pesar de haberse alistado voluntario al regimiento pirenaico de Berga los primeros días de la Guerra Civil, su tío quedó tan asqueado de las disputas dentro del bando republicano, que el 1937, mientras anarquistas y comunistas se liaban a tiros por las calles de Barcelona, se compró una pistola con el dinero que había conseguido de la venta de su coche, un modelo ultramoderno para la época, y huyó a Francia atravesando el Pirineo a pie. Una década después, establecido ya en el Brasil con su mujer, Palmira Puig (Tàrrega, 1912-Barcelona, 1978), debía de añorar tanto aquel vehículo del cual se había tenido que desprender, que se quiso retratar ensartado con ella a su nuevo Jaguar descapotable, una máquina imponente de dos plazas, casi futurista, que el historiador del arte Josep Casamartina ha llegado a comparar con los mastines de Venus y Adonis que pintó Tiziano. Esta fotografía, que sirve de imagen a la exposición que hasta el 3 de mayo reúne la obra de la pareja en el Palau Solterra de Torroella de Montgrí, transmite toda la felicidad y la estrecha complicidad que gobernaba sus vidas, acabados de establecerse a São Paulo huyendo de la belicosa Europa y fascinados por la modernidad de un nuevo mundo en construcción.
Que existiera una tal comunión entre ellos ya tendría que haber hecho sospechar algo al revisar el legado de Marcel Giró, pero ha habido que esperar décadas a descubrir que muchas de las maravillosas fotografías que se le atribuían eran en realidad de Palmira Puig. De hecho, el mismo Marcel Giró, que a la muerte de su mujer, en 1978, abandonó prácticamente la fotografía experimental, como si aquello sólo hubiera tenido sentido con ella, ha sido un descubrimiento tardío en Cataluña, donde hasta 2017 no se pudo valorar su extraordinaria intuición para captar la geometría de la visión en una exposición organizada por la galerista Rocío Santa Cruz a partir del fondo de cerca de 4.000 negativos y cientos de hojas de contacto y diapositivas que había heredado su sobrino. Fue examinando con detalle este material, que se dieron cuenta que algunas fotografías tenían al dorso la firma de Palmira, y que en otros que no habían planteado dudas de autoría, en un rincón del negativo aparecía la figura de Marcel, recorte en el revelado, de forma que la cámara solo la podía haber sostenido ella. No solo esto: en una misma hoja de contactos, había anotaciones tanto de uno como de la otra, e imágenes que, capturadas con pocos segundos de diferencia, revelaban dos miradas, dos sensibilidades, como si se hubieran pasado exultantes la Hasselblad: ahora disparas tú, ahora disparo yo.
Toni Ricart admite que todavía están lejos de poder discernir del todo la obra que pertenece a uno o a la otra, pero el hecho es que en cada inmersión en el archivo de Giró hacen nuevos hallazgos. En la exposición de Torroella, ya hay al menos un par de fotografías de Palmira Puig identificadas en los últimos meses, y la exploración del mercado brasileño, donde la pareja tuvo un éxito fenomenal no solo desde su estudio de fotografía publicitaria, sino también a través de su vinculación con el avanzado Foto Cine Clube Bandeirante, puede ofrecer más sorpresas gratificantes. Una de ellas es la confirmación que Palmira Puig no se limitó a hacer de simple “musa”, inspirando, acompañando y ayudando al marido, como se creía hasta hace poco, sino que fue la primera mujer admitida, el 1956, en el prestigioso club fotográfico de São Paulo, del cual solo llegarían a formar parte cuatro fotógrafas más, entre ellas Gertrudes Altschul. De hecho, la fotografía brasileña de los años cincuenta y sesenta es todavía un filón demasiado desconocido a Europa, que está abriendo los ojos gracias a exposiciones como la que Rocío Santa Cruz dedicó ahora hace un año a su galería, donde dio a conocer por primera vez el talento de Palmira Puig. La exposición abierta ahora al Museo de la Fotografía de la Fundación Vila Casas no profundiza mucho más en la obra de esta cautivadora autora inédita, pero tanto la comisaria como Toni Ricart argumentan que la investigación es tan incipiente y está tan estrechamente relacionada con el legado de Marcel Giró, que para discernir con certeza el que corresponde a cada uno se tiene que avanzar con pies de plomo.
El caso es que, de la septuagésima de fotografías reunidas, poco más de una quincena son sin lugar a dudas de Palmira Puig, y el resto, hasta el medio centenar, se deben al marido. Da igual, porque los dos francamente deslumbran, por cómo miran, por cómo se entienden, por cómo disfrutan de lo que hacen. La diferencia de estilo es casi imperceptible, aunque los dos expertos detectan una delicadeza más acusada en las fotografías de ella, menos atención a los juegos formales para privilegiar el momento presente, lo imprevisible de la vida. “Marcel Giró siempre planificaba la posición de las figuras, pero su mujer no; le gustaba cogerlos desprevenidos, y por eso a menudo no miran a la cámara, si se dan cuenta que los acaban de fotografiar”, explica Rocío Santa Cruz. De todas maneras, el compromiso humanista es común a los dos e insólita en los otros integrantes de la llamada escuela paulista, que raramente se adentraban en los barrios marginales de São Paulo, como sí que haría esta pareja catalana para dar visibilidad a los niños, los viejos y los desclasados.
Eva Vàzquez
La Fundación Vila Casas enlaza las vidas de los fotógrafos Marcel Giró i Palmira Puig en una exposición que maravilla por la complicidad y la elegancia de su mirada
Toni Ricart Giró, sobrino de Marcel Giró (Badalona, 1913-Mira-sol, Barcelona, 2011) y depositario de su fabuloso archivo fotográfico, explica que, a pesar de haberse alistado voluntario al regimiento pirenaico de Berga los primeros días de la Guerra Civil, su tío quedó tan asqueado de las disputas dentro del bando republicano, que el 1937, mientras anarquistas y comunistas se liaban a tiros por las calles de Barcelona, se compró una pistola con el dinero que había conseguido de la venta de su coche, un modelo ultramoderno para la época, y huyó a Francia atravesando el Pirineo a pie. Una década después, establecido ya en el Brasil con su mujer, Palmira Puig (Tàrrega, 1912-Barcelona, 1978), debía de añorar tanto aquel vehículo del cual se había tenido que desprender, que se quiso retratar ensartado con ella a su nuevo Jaguar descapotable, una máquina imponente de dos plazas, casi futurista, que el historiador del arte Josep Casamartina ha llegado a comparar con los mastines de Venus y Adonis que pintó Tiziano. Esta fotografía, que sirve de imagen a la exposición que hasta el 3 de mayo reúne la obra de la pareja en el Palau Solterra de Torroella de Montgrí, transmite toda la felicidad y la estrecha complicidad que gobernaba sus vidas, acabados de establecerse a São Paulo huyendo de la belicosa Europa y fascinados por la modernidad de un nuevo mundo en construcción.
Que existiera una tal comunión entre ellos ya tendría que haber hecho sospechar algo al revisar el legado de Marcel Giró, pero ha habido que esperar décadas a descubrir que muchas de las maravillosas fotografías que se le atribuían eran en realidad de Palmira Puig. De hecho, el mismo Marcel Giró, que a la muerte de su mujer, en 1978, abandonó prácticamente la fotografía experimental, como si aquello sólo hubiera tenido sentido con ella, ha sido un descubrimiento tardío en Cataluña, donde hasta 2017 no se pudo valorar su extraordinaria intuición para captar la geometría de la visión en una exposición organizada por la galerista Rocío Santa Cruz a partir del fondo de cerca de 4.000 negativos y cientos de hojas de contacto y diapositivas que había heredado su sobrino. Fue examinando con detalle este material, que se dieron cuenta que algunas fotografías tenían al dorso la firma de Palmira, y que en otros que no habían planteado dudas de autoría, en un rincón del negativo aparecía la figura de Marcel, recorte en el revelado, de forma que la cámara solo la podía haber sostenido ella. No solo esto: en una misma hoja de contactos, había anotaciones tanto de uno como de la otra, e imágenes que, capturadas con pocos segundos de diferencia, revelaban dos miradas, dos sensibilidades, como si se hubieran pasado exultantes la Hasselblad: ahora disparas tú, ahora disparo yo.
Toni Ricart admite que todavía están lejos de poder discernir del todo la obra que pertenece a uno o a la otra, pero el hecho es que en cada inmersión en el archivo de Giró hacen nuevos hallazgos. En la exposición de Torroella, ya hay al menos un par de fotografías de Palmira Puig identificadas en los últimos meses, y la exploración del mercado brasileño, donde la pareja tuvo un éxito fenomenal no solo desde su estudio de fotografía publicitaria, sino también a través de su vinculación con el avanzado Foto Cine Clube Bandeirante, puede ofrecer más sorpresas gratificantes. Una de ellas es la confirmación que Palmira Puig no se limitó a hacer de simple “musa”, inspirando, acompañando y ayudando al marido, como se creía hasta hace poco, sino que fue la primera mujer admitida, el 1956, en el prestigioso club fotográfico de São Paulo, del cual solo llegarían a formar parte cuatro fotógrafas más, entre ellas Gertrudes Altschul. De hecho, la fotografía brasileña de los años cincuenta y sesenta es todavía un filón demasiado desconocido a Europa, que está abriendo los ojos gracias a exposiciones como la que Rocío Santa Cruz dedicó ahora hace un año a su galería, donde dio a conocer por primera vez el talento de Palmira Puig. La exposición abierta ahora al Museo de la Fotografía de la Fundación Vila Casas no profundiza mucho más en la obra de esta cautivadora autora inédita, pero tanto la comisaria como Toni Ricart argumentan que la investigación es tan incipiente y está tan estrechamente relacionada con el legado de Marcel Giró, que para discernir con certeza el que corresponde a cada uno se tiene que avanzar con pies de plomo.
El caso es que, de la septuagésima de fotografías reunidas, poco más de una quincena son sin lugar a dudas de Palmira Puig, y el resto, hasta el medio centenar, se deben al marido. Da igual, porque los dos francamente deslumbran, por cómo miran, por cómo se entienden, por cómo disfrutan de lo que hacen. La diferencia de estilo es casi imperceptible, aunque los dos expertos detectan una delicadeza más acusada en las fotografías de ella, menos atención a los juegos formales para privilegiar el momento presente, lo imprevisible de la vida. “Marcel Giró siempre planificaba la posición de las figuras, pero su mujer no; le gustaba cogerlos desprevenidos, y por eso a menudo no miran a la cámara, si se dan cuenta que los acaban de fotografiar”, explica Rocío Santa Cruz. De todas maneras, el compromiso humanista es común a los dos e insólita en los otros integrantes de la llamada escuela paulista, que raramente se adentraban en los barrios marginales de São Paulo, como sí que haría esta pareja catalana para dar visibilidad a los niños, los viejos y los desclasados.