Marcel Giró
Prensa
Palmira Puig: una càmera pròpia
Eva Vázquez. El Temps de les Arts
Durante el cierre obligado, la Fundación Vila Casas ha trasladado la actividad a su espacio digital, desde donde ofrece visitas virtuales a las exposiciones temporales de sus museos, con los catálogos correspondientes en linea. Mientras no se puedan reabrir las salas, que han prorrogado la programación hasta el verano, conviene no desaprovechar la oportunidad de acercarse a la obra de Palmira Puig (Tàrrega, 1912-Barcelona, 1978), una fotógrafa de gran interés que emergió de manera inesperada en medio del legado de su marido, el también fotógrafo Marcel Giró (Badalona, 1913-Mira-sol, Sant Cugat del Vallès, 2011), y que conecta la tradición fotográfica de la Cataluña de los años treinta con la modernidad del Brasil exuberante del exilio.
No pasa cada día que descubras una artista, y menos frecuente todavía es que te la acabes encontrando entre los recuerdos que ya guardabas en casa. La crónica de estos inesperados deslumbramientos está llena de maletas extraviadas, de cajones que cerraban mal, de buhardillas polvorientas y cajas abandonadas. Pero a Palmira Puig llegó Toni Ricart removiendo los álbumes y los negativos muy bien ordenados que le había legado su tío, el también fotógrafo Marcel Giró, al darse cuenta que muchas de las imágenes llevaban al dorso la firma de ella, considerada hasta aquel momento como una eficiente pero discreta colaboradora del marido en la agencia de publicidad que dirigían en Sao Paulo. Una primera selección de este fondo inédito se pudo ver el año pasado a la galería de arte de Rocío Santa Cruz de Barcelona, y esta primavera ha llegado, ampliada con nuevos hallazgos, al Palau Solterra de Torroella de Montgrí de la Fundació Vila Casas, donde todavía nos estará esperando, si las medidas de control sanitario lo permiten, hasta el 21 de junio.
Es una exposición emocionante desde muchos puntos de vista: por el privilegio de disfrutar de una colección de imágenes que ha permanecido inédita más de cincuenta años, por el descubrimiento del filón brasileño dentro de la vanguardia fotográfica del siglo XX y por la seducción que ejerce este matrimonio de ideas avanzadas y temperamento vital y hedonista. El título mismo contribuye al hechizo de doble dirección: la saudade, como recuerda Santa Cruz citando Lévi-Strauss, no es solo la añoranza de los lugares donde has estado feliz, sino también el sentimiento de pérdida que te embarga al tropezar con la evidencia que no hay nada de permanente donde aferrarte. Estas “añoranzas” de Sao Paulo, la tierra del destierro que acabó siéndolo también de la plenitud y la prosperidad, son un reflejo de la sintonía que esta pareja culta y deportiva de la Cataluña republicana estableció con su país de acogida, donde desembarcaron el 1948, justo en el momento que también Brasil estaba inmerso en el proceso de renovación arquitectónica, económica y cultural que lo convertiría en el gran laboratorio de la modernidad en la América del Sur. Pero también lo son de la nostalgia de haber tenido que dejar su tierra, que recordaban dinámica y feliz, y de no volver sino para morir, como en el caso de Palmira Puig, por un cáncer fulminante.
En sus fotografías, de una estrecha comunión con los formalismos visuales de la escuela paulista, se percibe el efecto hipnótico que ejercía la gran metrópoli en construcción, con composiciones vertiginosas de edificios, escalinatas y barandillas (una ciudad que visualmente te cae encima), pero también los indicios industriales, como unas líneas de alta tensión o unos bidones abandonados, con los cuales buscaban el contrapicado duro, el fuerte contraste entre la luz y la sombra, y la disolución de la forma en un juego de líneas geométricas y ondulaciones. Era aquella clase de mirada que habían propiciado a principios de siglo el experimentalismo de la Bauhaus y el constructivismo ruso, y que habían llevado al terreno de la imagen fotográfica László Moholy-Nagy o Aleksander Rodtxenko antes de que atravesara el Atlántico para revolucionar también la visión norteamericana. Pero en el Brasil, enquistado todavía en el esteticismo pictorialista del siglo XIX, estos hallazgos vanguardistas llegaron con un retraso considerable, ya en la década de los cincuenta, y de la mano del neoconcretismo, a punto porque también las pudiera hacer suyas el matrimonio Giró-Puig.
No llegaban con las manos vacías: ya venían de Cataluña con la mirada llena. Lo poco que de momento se ha podido documentar de la juventud de la pareja, antes de la guerra, revela su interés por el deporte, el activismo político y, también, por la fotografía, en pleno auge de los circuitos amateurs que habían instaurado desde los años veinte las agrupaciones fotográficas del país, las que canalizaban, de hecho, las inquietudes vanguardistas en conexión con otras asociaciones internacionales. Procedente de una familia dedicada a la industria textil, Marcel Giró se introdujo en estas investigaciones visuales a través de la Agrupación Excursionista de Badalona, con la cual participó en campeonatos de esquí, carreras de natación en aguas abiertas y toda clase de expediciones montañosas, que a la vuelta divulgaba en unas charlas acompañadas de proyecciones fotográficas que ya permiten intuir el gusto por las neblinosas angulosidades verticales que perfeccionaría años después entre los rascacielos imponentes de Sao Paulo.
En Palmira Puig, a su vez aficionada al tenis, el interés por la fotografía le vino seguramente de su hermano mayor, que compartía laboratorio fotográfico precisamente con aquel excursionista inquieto de Badalona, de quien la chica no tardaría a hacerse inseparable. Hija de un congresista republicano, había crecido en un entorno culto y comprometido que le permitiría estudiar peritaje mercantil, impulsar el grupo femenino de Esquerra Republicana en Tàrrega y colaborar con la Generalitat durante la República y la guerra, más o menos en la misma época que Marcel Giró se incorporaba como voluntario al regimiento pirenaico, hasta que en 1937, harto de las trifulcas entre comunistas y anarquistas, según ha explicado su sobrino, desertó, como más de la mitad del destacamiento, para llegar a Francia atravesando a pie el Pirineo.
El resto es una historia demasiada conocida en la dramática desbandada general que siguió al final de la guerra. Palmira Puig vería como los franquistas requisaban su casa y lanzaban la biblioteca entera del padre por la ventana, mientras Marcel Giró, después de refugiarse un tiempo en Francia, consiguió un pasaje con destino a Colombia, donde echaría mano del bagaje familiar para fundar un pequeño negocio textil que, al final, no fructificó. Hasta el año 1942, en que finalmente se casaron por poderes, la pareja no se volvió a reunir, y ya fue para emprender una nueva vida en el Brasil. En el álbum personal de Palmira Puig, conservado por su sobrina Ester Tayà, hay algunas fotografías de aquella travesía que tenía más de aventura que de fuga, y otras muchas de su periodo de adaptación al nuevo hogar que reflejan un presente esperanzador. Se los ve exultantes, casi siempre al aire libre, bronceándose al sol, explorando paisajes exuberantes o adentrándose por la marginalidad de las favelas para extraer una nota de vida que contrastara con la brutal despersonalización de la megaciudad.
En una serie de imágenes datadas en el álbum en enero de 1949, al poco de su llegada a Sao Paulo, se los ve en una salida campestre con otros amigos, seguramente otros expatriados, durante la cual acabaron bailando una sardana. Su adaptación a la tierra de acogida no fue nunca una renuncia a los orígenes. Son prueba de ello los viajes frecuentes a Barcelona y una estancia en Ibiza hacia 1955, de la cual volvieron con unas imágenes de blancura rústica que se habían confundido por algún remoto pueblecito mexicano hasta que el periodista Antoni Ribas Tur reconoció la iglesia de su pueblo. No menos significativo es el aprecio que profesaron por el pintor Francesc Domingo, establecido también en Sao Paulo, con quien viajarían hacia 1960 al fabuloso paraje de Vale da Lua, en el Alto Paraiso de Goiás, donde Marcel Giró lo retrataría atrapado, como un dócil saltamontes, en un pedregal lunar. Toni Ricart explica que Giró aprovecharía esta misma fantasía rocosa para diseñar el anuncio de una marca de electrodomésticos para la agencia de publicidad que el 1953 había abierto con su mujer y de la cual saldría una de las imágenes más emblemáticas de Marcel: el de la chica afrobrasileña sosteniendo una paloma, concebida como felicitación de Navidad.
Todo aquello que tiene de encantador esta pareja catalana es también la traba. La complicidad que los unía desde la primera juventud, y que se refleja en los retratos que se harían el uno a la otra y en la feliz manera de reinventarse en el nuevo mundo (la fotografía de los dos en bañador encima del Jaguar es imponente), puede inducir a creer que también en el terreno creativo formaban un tipo de sociedad indivisible que el hecho de haber localizado hojas de contactos firmados o intervenidos por los dos ha acabado de confirmar. La hipótesis es reconfortante y, en cuanto a su vida compartida, seguramente fiel a la verdad, pero para los investigadores representa un inconveniente muy común: delimitar bien lo que corresponde a cada uno. Incluso la cámara, se insiste que compartían, a pesar de que en los retratos se distingue claramente que cada uno llevaba la suya. Toni Ricart ha hecho un gran trabajo para dar a conocer este fondo familiar inédito, pero es innegable que el esfuerzo principal lo ha reservado para Marcel Giró en calidad de miembro preeminente del Foto Cine Clube Bandeirante, la entidad que aglutinó los pioneros de la vanguardia fotográfica en el Brasil y de la cual fueron socios tanto él, desde 1950, como ella, a partir de 1956. En toda la operación de rescate de la obra de los Giró ha habido implícito el convencimiento que la figura verdaderamente relevante es él, y que Palmira Puig, a la cual se ha podido atribuir todavía poca obra, fue una especie de casualidad luminosa.
Es cierto que de Marcel Giró se puede documentar la afición a la fotografía ya desde los años treinta, al amparo del excursionismo, mientras que de Palmira Puig no hay constancia de ninguna formación previa a la llegada en el Brasil y al ingreso, de la mano del marido, al club Bandeirante. Pero no se puede olvidar que esta organización, en sintonía con la mentalidad discriminatoria de la época, daba muy poco margen público a las mujeres, ninguna de las cuales fue premiada en los salones ni, por supuesto, formó nunca parte de los jurados de selección y calificación. Examinando los boletines fotoclubistas de aquellos años, pero, se descubre que Palmira Puig fue una de las mujeres que más veces participó en las exposiciones nacionales e internacionales de la entidad, junto con Gertrudes Altschul, Barbara Mors, Dulce G. Carneiro, Menha S. Polacov, Maria Helena S. Valente da Cruz y Alice A. Kanji. Eran pocas, muy pocas, en comparación con el número y el prestigio que lograrían sus colegas masculinos, que a menudo eran sus maridos. Pero no hay duda de la valentía y sensibilidad con que también abrazaron la modernidad y asimilaron el legado de la vanguardia de entreguerras que había llevado en América la importante colonia de exiliados centroeuropeos.
En el Palau Solterra ha faltado quizás la audacia de dejar que el trabajo de Palmira Puig se defendiera por sí solo, sin el acompañamiento, un poco agobiante, del de Marcel Giró, que ya ha habido ocasión de apreciar en otras exposiciones organizadas, desde su redescubrimiento el 2016, por la misma galería Rocío Santa Cruz. En todo caso, la escasez de fotografías que se puedan atribuir con toda certeza a Palmira tendría que ser un incentivo para continuar investigando en los cerca de 4.000 negativos y centenares de hojas de contactos del archivo Giró para restituirle el derecho a la autoría. Este es el reto.
No pasa cada día que descubras una artista, y menos frecuente todavía es que te la acabes encontrando entre los recuerdos que ya guardabas en casa. La crónica de estos inesperados deslumbramientos está llena de maletas extraviadas, de cajones que cerraban mal, de buhardillas polvorientas y cajas abandonadas. Pero a Palmira Puig llegó Toni Ricart removiendo los álbumes y los negativos muy bien ordenados que le había legado su tío, el también fotógrafo Marcel Giró, al darse cuenta que muchas de las imágenes llevaban al dorso la firma de ella, considerada hasta aquel momento como una eficiente pero discreta colaboradora del marido en la agencia de publicidad que dirigían en Sao Paulo. Una primera selección de este fondo inédito se pudo ver el año pasado a la galería de arte de Rocío Santa Cruz de Barcelona, y esta primavera ha llegado, ampliada con nuevos hallazgos, al Palau Solterra de Torroella de Montgrí de la Fundació Vila Casas, donde todavía nos estará esperando, si las medidas de control sanitario lo permiten, hasta el 21 de junio.
Es una exposición emocionante desde muchos puntos de vista: por el privilegio de disfrutar de una colección de imágenes que ha permanecido inédita más de cincuenta años, por el descubrimiento del filón brasileño dentro de la vanguardia fotográfica del siglo XX y por la seducción que ejerce este matrimonio de ideas avanzadas y temperamento vital y hedonista. El título mismo contribuye al hechizo de doble dirección: la saudade, como recuerda Santa Cruz citando Lévi-Strauss, no es solo la añoranza de los lugares donde has estado feliz, sino también el sentimiento de pérdida que te embarga al tropezar con la evidencia que no hay nada de permanente donde aferrarte. Estas “añoranzas” de Sao Paulo, la tierra del destierro que acabó siéndolo también de la plenitud y la prosperidad, son un reflejo de la sintonía que esta pareja culta y deportiva de la Cataluña republicana estableció con su país de acogida, donde desembarcaron el 1948, justo en el momento que también Brasil estaba inmerso en el proceso de renovación arquitectónica, económica y cultural que lo convertiría en el gran laboratorio de la modernidad en la América del Sur. Pero también lo son de la nostalgia de haber tenido que dejar su tierra, que recordaban dinámica y feliz, y de no volver sino para morir, como en el caso de Palmira Puig, por un cáncer fulminante.
En sus fotografías, de una estrecha comunión con los formalismos visuales de la escuela paulista, se percibe el efecto hipnótico que ejercía la gran metrópoli en construcción, con composiciones vertiginosas de edificios, escalinatas y barandillas (una ciudad que visualmente te cae encima), pero también los indicios industriales, como unas líneas de alta tensión o unos bidones abandonados, con los cuales buscaban el contrapicado duro, el fuerte contraste entre la luz y la sombra, y la disolución de la forma en un juego de líneas geométricas y ondulaciones. Era aquella clase de mirada que habían propiciado a principios de siglo el experimentalismo de la Bauhaus y el constructivismo ruso, y que habían llevado al terreno de la imagen fotográfica László Moholy-Nagy o Aleksander Rodtxenko antes de que atravesara el Atlántico para revolucionar también la visión norteamericana. Pero en el Brasil, enquistado todavía en el esteticismo pictorialista del siglo XIX, estos hallazgos vanguardistas llegaron con un retraso considerable, ya en la década de los cincuenta, y de la mano del neoconcretismo, a punto porque también las pudiera hacer suyas el matrimonio Giró-Puig.
No llegaban con las manos vacías: ya venían de Cataluña con la mirada llena. Lo poco que de momento se ha podido documentar de la juventud de la pareja, antes de la guerra, revela su interés por el deporte, el activismo político y, también, por la fotografía, en pleno auge de los circuitos amateurs que habían instaurado desde los años veinte las agrupaciones fotográficas del país, las que canalizaban, de hecho, las inquietudes vanguardistas en conexión con otras asociaciones internacionales. Procedente de una familia dedicada a la industria textil, Marcel Giró se introdujo en estas investigaciones visuales a través de la Agrupación Excursionista de Badalona, con la cual participó en campeonatos de esquí, carreras de natación en aguas abiertas y toda clase de expediciones montañosas, que a la vuelta divulgaba en unas charlas acompañadas de proyecciones fotográficas que ya permiten intuir el gusto por las neblinosas angulosidades verticales que perfeccionaría años después entre los rascacielos imponentes de Sao Paulo.
El resto es una historia demasiada conocida en la dramática desbandada general que siguió al final de la guerra. Palmira Puig vería como los franquistas requisaban su casa y lanzaban la biblioteca entera del padre por la ventana, mientras Marcel Giró, después de refugiarse un tiempo en Francia, consiguió un pasaje con destino a Colombia, donde echaría mano del bagaje familiar para fundar un pequeño negocio textil que, al final, no fructificó. Hasta el año 1942, en que finalmente se casaron por poderes, la pareja no se volvió a reunir, y ya fue para emprender una nueva vida en el Brasil. En el álbum personal de Palmira Puig, conservado por su sobrina Ester Tayà, hay algunas fotografías de aquella travesía que tenía más de aventura que de fuga, y otras muchas de su periodo de adaptación al nuevo hogar que reflejan un presente esperanzador. Se los ve exultantes, casi siempre al aire libre, bronceándose al sol, explorando paisajes exuberantes o adentrándose por la marginalidad de las favelas para extraer una nota de vida que contrastara con la brutal despersonalización de la megaciudad.
Todo aquello que tiene de encantador esta pareja catalana es también la traba. La complicidad que los unía desde la primera juventud, y que se refleja en los retratos que se harían el uno a la otra y en la feliz manera de reinventarse en el nuevo mundo (la fotografía de los dos en bañador encima del Jaguar es imponente), puede inducir a creer que también en el terreno creativo formaban un tipo de sociedad indivisible que el hecho de haber localizado hojas de contactos firmados o intervenidos por los dos ha acabado de confirmar. La hipótesis es reconfortante y, en cuanto a su vida compartida, seguramente fiel a la verdad, pero para los investigadores representa un inconveniente muy común: delimitar bien lo que corresponde a cada uno. Incluso la cámara, se insiste que compartían, a pesar de que en los retratos se distingue claramente que cada uno llevaba la suya. Toni Ricart ha hecho un gran trabajo para dar a conocer este fondo familiar inédito, pero es innegable que el esfuerzo principal lo ha reservado para Marcel Giró en calidad de miembro preeminente del Foto Cine Clube Bandeirante, la entidad que aglutinó los pioneros de la vanguardia fotográfica en el Brasil y de la cual fueron socios tanto él, desde 1950, como ella, a partir de 1956. En toda la operación de rescate de la obra de los Giró ha habido implícito el convencimiento que la figura verdaderamente relevante es él, y que Palmira Puig, a la cual se ha podido atribuir todavía poca obra, fue una especie de casualidad luminosa.
En el Palau Solterra ha faltado quizás la audacia de dejar que el trabajo de Palmira Puig se defendiera por sí solo, sin el acompañamiento, un poco agobiante, del de Marcel Giró, que ya ha habido ocasión de apreciar en otras exposiciones organizadas, desde su redescubrimiento el 2016, por la misma galería Rocío Santa Cruz. En todo caso, la escasez de fotografías que se puedan atribuir con toda certeza a Palmira tendría que ser un incentivo para continuar investigando en los cerca de 4.000 negativos y centenares de hojas de contactos del archivo Giró para restituirle el derecho a la autoría. Este es el reto.